Todas las personas, de cualquier cultura o etnia, desde la existencia del hombre, se han hecho al menos una de las siguientes preguntas: ¿para qué existo? ¿Con qué fin nací? ¿Por qué y quién creo el mundo y el universo? ¿Fue mera casualidad?, ¿Dios existe? Y si existe, ¿por qué no se ha revelado? … He aquí que Dios se hizo hombre, habitó entre nosotros y dió respuesta a todas estas preguntas existenciales que están inscritas en el interior del hombre. Éste es el verdadero sentido de la Navidad.
Me atrevo a asegurar que el tiempo de Navidad es el favorito de la mayoría de las personas, es una época que inspira Fe, Esperanza y Amor, no por casualidad las 3 virtudes teologales, porque estas virtudes están grabadas en lo más profundo del ser. Desafortunadamente, es evidente que este sentido se ha perdido casi por completo, enterrado en un mundo hedonista y masivamente consumista, que ha dado la espalda por completo a Dios. En qué tiene puesta su fe el hombre de hoy ¿en la ciencia, en los bienes terrenos, en los placeres?; cuál es su mayor esperanza ¿la cura para una enfermedad?; y qué va a saber el hombre de amor, si solo busca amarse a sí mismo.
Hay demasiado ruido en el mundo, aún cuando hay un confinamiento general en muchísimos países, el egoísmo es tan grande que en las noticias se ven calles llenas, centros comerciales abarrotados; en redes sociales la gente «presume» sus fiestas y reuniones; los aeropuertos están saturados, la ocupación hotelera está a niveles de años anteriores…
Sin lugar a dudas, este año estuvo lleno de ruidos: pandemia, crisis y un mar de incertidumbres. Lo que sí es cierto, es que ha sido una llamada de atención para muchas personas que han reaccionado y han visto lo corta que es la vida. Que ahora ven, que lo único seguro en la vida, es que tiene fecha de caducidad. Yo les aseguro que esas personas vivirán este año la Navidad de una manera distinta. A ustedes va dirigido este mensaje.
«Jesús en el pesebre. He aquí una buena lección para aprender que todas las grandezas de este mundo son ilusión y mentira.»
San Francisco de Sales
Sabemos que no existen las casualidades, lo que nosotros llamamos así, ya existe y está contemplado en el eterno plan perfecto de Dios. Parecía casualidad que José tuviera que ir a Belén, que el César mandará un edicto para que se empadronase todo el mundo, y María estando en cinta lo acompañase (Lc 2:1s). María que tenía un conocimiento perfecto de las Escrituras y de las profecías, que sabía se cumpliría en Belén lo que el Ángel le había anunciado.
Hace 2020 años (sin entrar en detalles sobre si el calendario gregoriano agregó o quitó años) nació Jesús en un pesebre. No en medio de un tumulto, no en una gran riqueza. No, de la manera más sencilla, en una pequeña gruta, al lado de María y José. Que interesante oportunidad tenemos este año, de contemplar a Jesús en brazos de María y José, de vivir esta escena en el silencio de nuestra familia.
En Navidad no celebramos el día del nacimiento de un gran hombre cualquiera como los hay tantos. Tampoco celebramos simplemente el misterio de la infancia de Jesús. Cierto, la condición pura, sencilla y abierta de un niño es fuente de esperanzas, sin duda es algo que debemos observar. Nos da ánimos para contar con nuevas posibilidades del ser humano; Jesús es la fuente de nuestra esperanza. Pero no podemos aferrarnos únicamente a este misterio, también el Niño deberá entrar al mundo y participar de sus humillaciones e injusticias, y al final será botín de la muerte al igual que todos nosotros. Si nos quedamos con estas palabras, se podría pensar si el nacimiento no es algo propiamente triste pues no conduce sino a la muerte. Por eso es tan importante que haya sucedido algo más, lo tremendo, lo inimaginable, lo incomprensible para muchos, y sin embargo, al mismo tiempo lo siempre esperado y hasta lo necesario. Dios ha venido a nosotros. Se ha unido al hombre de forma tan indisoluble que ese hombre es verdaderamente Dios De Dios, Luz de Luz y sigue siendo verdadero hombre.1 «Et Verbum caro factum est, et habitavit in nobis» El Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros. (Jn 1:14)
Lo que Juan llama «Verbo», «Palabra» (דבר en hebreo, λόγος en griego) en hebreo significa al mismo tiempo, hecho y sentido, es sinónimo de revelación. La Revelación se vuelve hacia nosotros. La Revelación es una palabra, una interpelación que nos dirige. La Revelación nos conoce, nos llama, nos conduce. La Palabra está pensada de forma totalmente personal para cada uno. Él mismo es persona: es el Hijo de Dios vivo, que nació en el establo de Belén. Citando a Benedicto XVI: «A muchas personas – de alguna manera a todos nosotros -, esto nos parece demasiado bello para que sea verdad. Se nos dice, en efecto: hay un sentido detrás de todo ello. Y ese sentido no es una rebelión impotente contra el sinsentido. El Sentido tiene poder. El Sentido es Dios. Y Dios es bueno. Dios no es cierto ser supremo que se encuentra lejos y al que nunca es posible acercarse. Él está muy cerca, al alcance de nuestra voz, siempre accesible.2
Estamos mal acostumbrados a vivir a prisa, a pesar de estar encerrados en confinamiento, el día no nos alcanza para el sin fin de actividades banales al que dedicamos nuestro tiempo. Creemos que siempre ha sido así, y cuando pensamos sobre el camino que María y José recorrieron de Nazaret a Belén, imaginamos que fue instantáneo, que llegaron a Belén con prisa y sin encontrar posada y se fueron a la primera gruta que encontraron, y casi inmediatamente nació el niño. No. La Santísima Virgen en cinta y su castísimo esposo San José tuvieron que prepararse y realizar un viaje de más de 150km de Nazaret a Belén, por un camino que, por supuesto, no estaba pavimentado, en un tiempo donde el único medio de transporte era en burro o camello. Con tiempo y paciencia, llegaron a Belén y cómo revela san Lucas, se cumplieron los días de parto y no había para ellos sitio en el mesón de Belén (Lc 2:6s). San José buscó entonces refugio para María, y se dirigieron a una gruta que San José conocía. La gruta era natural y desde ahí se podían ver los techos de algunas casas de Belén.3 ¡Oh Santísima María! Con cuanto amor adecuaste y preparaste la gruta y el pesebre. ¡Oh San José! Con qué cuidado y protección procuraste a María.
El silencio es el ámbito del nacimiento de Dios. Dios tiene tiempo para ti y para mí, tanto tiempo que estuvo acostado como hombre en el pesebre y mantiene eternamente su condición humana. Sólo si nosotros mismos entramos en el ámbito del silencio podemos llegar al lugar donde acontece el nacimiento de Dios. Así en esa invitación resuena una de las afirmaciones del libro de la Sabiduría que dice: «Mientras plácido silencio lo envolvía todo, y la noche se encontraba a mitad de su carrera, tu omnipotente palabra desde los cielos, desde el trono real […] se lanzó en medio de la tierra» (Sab 18:14s).4
La Navidad nos llama a entrar en ese silencio de Dios, y su misterio permanece oculto a tantas personas porque no pueden encontrar el silencio en el que actúa Dios. ¿Cómo encontramos ese silencio? El mero callar no lo crea. En efecto, un hombre puede callar exteriormente pero estar al mismo tiempo totalmente desgarrado por la ansiedad del mundo. Alguien puede callar pero tener muchísimo ruido en su interior. Hacer silencio significa encontrar un nuevo orden interior. Significa pensar no sólo en las cosas que se pueden exponer y mostrar. Significa mirar no sólo hacia aquello que tiene vigencia y valor de mercado entre los hombres. Silencio significa desarrollar los sentidos interiores, el sentido de la conciencia, el sentido de lo eterno en nosotros, la capacidad de escucha frente a Dios.5
El silencio cuesta, pero hace al hombre capaz de dejarse guiar por Dios.6
Al final, preferimos nuestra obstinada desesperación a la bondad de Dios que quisiera tocar nuestro corazón desde Belén. Al final, somos demasiado orgullosos como para dejarnos redimir. «Vino a los suyos, pero los suyos no le recibieron.» (Jn 1,11), dice el prólogo de san Juan. El abismo de esta frase no se agota en la historia de la búsqueda de posada que solemos representar una y otra vez con tanto amor en nuestros nacimientos. Esa frase toca algo más profundo en nosotros, toca el motivo más íntimo y hondo por el cual el mundo, desde el nacimiento de Cristo hasta hoy, le cierra constantemente las puertas a Dios y, con ello también a los hombres. Somos demasiado soberbios para ver a Dios en todo. Nos pasa como a Herodes y a sus especialistas en teología: uno se siente amenazado por Dios o bien se aburre de él. En ese nivel es imposible ser de «los suyos», ser hijos adoptivos de Dios. Para hacerlo, debemos cambiar, reconocerlo como dueño. Él vino al mundo como niño para quebrar nuestra soberbia, Jesús quiere liberarnos de nuestro orgullo y de ese modo, hacernos verdaderamente libres.7
Dejemos que la alegría de este día penetre en nuestra alma. No es una ilusión, no es una mera tradición. Es la verdad, pues la verdad (la última, la verdadera) es hermosa y es buena. Dejemos que el misterio de este día abra nuestros oídos para que podamos escuchar el silencio, entonces podremos reconocer a Dios como el verdadero propietario de nuestras vidas. Así podríamos convertirnos nosotros mismos en portadores de la luz que proviene de Belén. Ser como los pastores que adoran al Niño en compañía de María y José, y cantar llenos de alegría: «¡Aleluya, verdaderamente, Cristo ha nacido!¡Gloria a Dios en el Cielo y en la tierra!»

Fuentes:
1) La bendición de la Navidad – Meditaciones, Benedicto XVI, Herder, p. 109.
2) Op.cit., p.110
3) Visiones y revelaciones completas de la venerable Ana Catalina Emmerick.
4) La bendición de la Navidad – Meditaciones, Benedicto XVI, Herder, p. 75.
5) La bendición de la Navidad – Meditaciones, Benedicto XVI, Herder, p. 76.
6) La fuerza del silencio, Robert Cardenal Sarah, Patmos, p. 68.
7) La luz brilla en las tinieblas, Benedicto XVI, p. 29-39.